miércoles

SICODELIA CALLEJERA

Y luego de buscar y probar su encargo, el poeta caminaba libremente por las calles de Santiago, deteniéndose para mirar los árboles y sus pequeños detalles sin importancia, constantemente riéndose solo, vaya uno a saber por qué.

Después de un fuerte ataque de tos que revolvió todas las perspectivas de su visión, decidió cruzar a la Copec del frente para tomar un poquito de agua.

Su tranquilidad y su paso lento se vieron violados en la mitad cuando pasó un auto rajado y le tocó la bocina para no matarlo. Acto seguido pasaron tres más, pegados al primero, igual de rápidos, igual de estresados. “¡Cónchetumare!” exclamó el poeta. Luego siguió cruzando y ya en la otra vereda, con más calma y reflexión, pensó seriamente que estaba chato de los autos culiaos.

Entró, saludo a la cámara de vigilancia al mismo tiempo que miraba la pantalla de arriba en que un poeta saludaba desde la entrada y se fue directo al baño. Justo antes de tomar agua se vio al espejo y automáticamente se cagó de la risa. “La cariiita” dijo en voz baja, sonriendo al analizar el color que tomaban sus ojos en ese tipo de tardes.

Superada la situación de la sequedad bucal, el poeta siguió caminando derecho en dirección al norte, preguntándose como chucha iba a cargar su tarjeta Bip!. Gastó casi toda su plata en el encargo y le quedaban dos cincuenta. Con cincuenta pesitos más la hacía.

Entonces el poeta caminó y miró otra vez los árboles, sonrío más y más, siguió caminando y pensando qué hacer, entró a un local para comprar un golazo porque estaba con feroz bajón pero se fue al tiro porque tenía que cargar la Bip! y no que comer golazos, así que afuera caminaba viendo el pavimento de Los leones soñando con que le dolía la cabeza porque no sabía como cargar la tarjeta porque no quería subirse a la mala y se metió las manos a los bolsillos y sacó la armónica y se puso a tocar. Sacó la armónica y se puso a tocar. Sacó la armónica y se puso a tocar.

Sacó la armónica, se puso a tocar y se le prendió la ampolleta.

Afectado por su idea, aceleró el paso en esa tarde que empezaba a caer. Su andar risueño se transformó en avanzar sin mirar niún árbol, niún rostro. Sostenía la armónica ahora my lejos de su boca. El número de peatones aumentaba con cada paso que daba el poeta rumbo a la concreción de su empresa monetaria.

Se sentó a la salida del metro Los leones, entre aquel transporte subterráneo y la entrada al paseo las palmas y prendió un cigarro. Mientras fumaba abrió la mochila. Sacó un cuaderno, un lapiz, y escribió bien grande y legible: “SICODELIA CALLEJERA”. Luego echo treinta pesos sobre la hoja y la dejó en el suelo, a unos pocos centímetros de él.

Mientras fumaba, los oficinistas pasaban uno tras otro sin mirar al artista. Lo mismo los escolares, los universitarios, las chicas lindas y sus amantes. Muy pocos, tres o cuatro de cada ochenta, bajaban la vista hacia el papel dispuesto en el suelo, lo leían lo más rápido posible y -extrañados- seguían su paseo indiferente.

Al poeta se le acabó el cigarro y retomó el plan. Con la armónica en la boca, sentado en el suelo, hizo la entrega del blues para Providencia.


Llevaba como quince minutos con los ojos cerrados, mucho más metido en la expresión del alma que en cargar la Bip!, cuando una señora con un vestido verde con flores blancas le dejó gamba sobre el cuaderno, dio las gracias y se fue.

El poeta abrió los ojos, tomó la plata, guardó el cuaderno y su instrumento, dio un paso con el pie derecho y escuchó la chantada y todos los golpes de después. Subió al tiro para ver que weá.

Chocaron como siete autos al mismo tiempo. Hubo dos que se pasaron la roja y el desenlace era el más normal, los tocos hechos mierda, algunos heridos y, el preferido del público, una pelea.

Primero eran dos que partieron agarrándose a chuchás. Después del primer empujón, acompañado por un cornete. Ahí eran diez. Cuando la mocha empezó a armar taco, saltaron también los de los autos de atrás. En ese momento el poeta dejó de contar a la gente, eran como cincuenta y con cada segundo eran más. A los cinco minutos naturalmente comenzaron a volar las botellas, las calles se pintaban de rojo, y la gran mayoría de los niños estaba llorando.

En la mitad del espectáculo el poeta miró para el lado. Estaba frente a la vida, que miraba también el chos.

La vida.

Frente a la vida.

Sin saber cómo reaccionar, lo primero que hizo fue acercarse a conversar.

- Esta weá se fue al carajo – Usó de comentario de entrada.

- Eh –respondió, en lo que significaba algo como un sí-. La cagó la weá.


Y así. Conversaron como tres letras más, pero la vida se tenía que ir. Le apretó la mano y le dijo nos vemos.


Mientras seguían volando botellas, el poeta miró al cielo. Era de noche. “A estas alturas no queda otra que subirse al metro” pensó. Bajó las escaleras, le pasó a llevar el hombro a un pelado que iba corriendo con las manos empuñadas rumbo al diluvio que había en la calle y cargó el pase. Sacó la armónica y se puso a tocar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

que bueno que volviste a escribir en tu blog.

* Me estoy poniendo al día con tus cosas.

Saludos!

Agustín Palma Lamperein dijo...

bueno bueno!