domingo

LOS MUERTOS DEL BOSQUE

Llegamos al punto donde cayó el avión al mediodía. El aroma de la carne chamuscada nos había guiado hasta el lugar. En las cercanías, un individuo de expresión demacrada, enfundado en un abrigo negro, hacía apuntes en una libreta:

• El avión rompe muchos árboles.

• Era un avión extranjero. Todos muertos. Ni siquiera el menor alcanzó a bajarse.

• Los curiosos

no paran de llegar.

• Llegan-illegan. Llegan-isiguen llegando.

• El incendio lo apagó bomberos, en algo así como cuatro horas.

Nos acercamos al sector sellado por las huinchas PELIGRO. Llegaron unos weones a ofrecernos pasta. Eran los mismos que subían a vender calugas a la micro. La micro iba llenísima. Todos iban a ver el avión que cayó en el bosque. Solo los opusdei se quedaron en sus casas, encerrados. No se por qué.

El humo se veía en cámara lenta y el fondo se veía en blanco y negro. Solo desentonaban las ambulancias con sus luces y carteles rojos. Con la mirada perdida hombres silenciosos de túnicas blancas paseaban de un lado a otro las camillas. Los pacos lo único que hacían era dar vueltas en círculos y mirar a las cámaras.

A uno lo estaban entrevistando los de la radio.

Y no fuimos los únicos que se entusiasmaron con ir. Cuando sonó el estruendo las reacciones fueron instantáneas: Mi mamá gritó y nosotros también queríamos gritar e ir a lo mismo. Ella agarró las llaves y fue la última en salir de la casa. Cerró la puerta mientras nosotros saludábamos y al mismo tiempo copuchábamos con todos los vecinos que de a poco se incorporaban al panorama agitador que venía desde el bosque.

Los abuelos caminaban lentos y silenciosos frente a las entradas de sus casas, con los ojos casi cerrados como cuando el humo de la fogata te llega en la cara. Nunca había pasado algo así en la tranquilidad de sus terrenos, pero la sabiduría de sus décadas les impedía ser impulsivos. Los que eran viejos pero no abuelos, en cambio, algunos con caja de vino y otros con lo que tuvieran para vivir, habían transformado el espacio público en su espectáculo, en la película de ciencia ficción que siempre esperaron llegara al cine local. Los niños corrían y corrían de un lado a otro como con juguete nuevo, al estilo en que los niños lo hacen, llamando a sus papás, a sus mamás, a sus amigos, saltando y haciendo volteretas, inventaban teorías, que los marcianos, que Picoro dai macú, inventaban cualquier cosa, hasta hablaron de guerras incomprensibles, unos más raros que otros decían que los rusos nos estaban atacando, otros hacían como que disparaban metralletas, y los demás seguían corriendo, corriendo, corriendo, corriendo y corriendo.

Las señoras en cambio estaban todas reunidas en los distintos paraderos: juntas se saludaban cordialmente y comentaban el evento. Ellas sí hacían teorías más complejas, pero aprovechaban mucho más la ocasión para informarse sobre noticias de las demás, los hijos, los logros, los fracasos, las sorpresitas, y las más inseguras se quebraban de que sus retoños ganaron tal y tal diploma, y otras hacían buen uso de la escapada de lavar platos abrazando a sus viejas amigas del barrio. Por otro lado, las señoras más jóvenes mostraban sus cuerpos, cada cual mejor o peor cuidado, siguiendo con la natural competencia de ver quienes llegaban mejor a la vejez física que la inexacta biología le impone al ser humano.

Cada persona andaba en la suya, cuando empezaron a pasar las micros. Una tras otra, pequeñas como siempre habían sido, las mismas que el segundo alcalde trajo para desplazar cómodamente a los mineros de la zona. Luego de unos paraderos, las micros ya iban llenas, llenas como nunca antes habían estado. Todos los que se pasaban la vida moderna encerrados en la casa viendo televisión por la tarde estaban viviendo ahora su reencuentro con el mundo real, con los pastos, los patios, las calles, los cielos.

Y como iban tan repletas, los que no cabían tuvieron que encontrar métodos alternativos para no quedarse fuera de la fiesta: algunos brutos se subían a los techos, otros se colgaban de las ventanas, varios se echaron aceite para entrar a presión y muchísimos y muy astutos jóvenes engancharon sus bicicletas de las más variadas formas, deslizándose tranquilamente a través del cemento con el impulso que les proporcionaban los monstruos motorizados.

Hasta que llegamos al avión. Había un avión hecho polvo, y la mitad del bosque ya no existía. Aunque no sabíamos bien que hacer ahora que finalmente teníamos frente a frente al causante de nuestro descontrol.

Víctimas de la inercia y de la necesidad de hacer algo, todos nos acercamos lentamente a mirar los detalles que ofrecían los escombros.

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Se los llevó el viento:

Sangriento accidente aéreo provoca incendio forestal y remece la zona

En la tarde cayó un avión al bosque y no hubo heridos. Tampoco ilesos. Falleció toda la tripulación del avión desconocido.

Después de intensas y angustiantes horas, carabineros logró sacar los cadáveres a la superficie. La nave era pequeña y transportaba cerca de 60 pasajeros.

La gran mayoría de los cuerpos estaban rostizados. Esto porque después de la colisión el motor explotó. Los bomberos en los primeros minutos brillaban por su ausencia, y para peor, cuando llegaron tardaron bastante en calmar el fuego. Nadie sabe como es que no se quemaron todos los árboles.

La junta vecinal del sector escribió ya una carta a la municipalidad, pidiendo la declaración de este día como “Milagroso”, declaración que de concretarse podría servir para fomentar el turismo en nuestras tierras, lo que también significa crecimiento económico para el pueblo.

La junta vecinal anunció también la realización de varias actividades recreativas para toda la comunidad: una serie de siembras masivas de flores, y un mega-evento llamado “planta tu árbol por un bosque feliz”, que se llevarán a cabo respectivamente en las fechas 15 y 16 del presente mes.

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Lo vimos todo. Estuvimos cerca de media hora ahí, viendo y mirando, observando, contemplando el paisaje. Cenizas, humo, barro, agua sucia, funcionarios públicos, ruido y las nubes que al parecer también querían verlo todo en primera fila. Lo contemplamos y nadie supo que hacer.

Los niñitos jugaban con los restos de las cosas de los pasajeros, esparcidas por todos lados. El resto decidimos permanecer en silencio, a excepción de las señoras que agradecían al cielo que no todo el bosque muriera calcinado.

Cuando iba caminando a la carretera para tomar la micro de vuelta, junto a lo que hace días atrás eran unas bellas margaritas, había unos calzoncillos de guagua quemados. Pensé en sacarlos, pero no. Era tierno como descansaban muy placidamente, conociendo a las plantas y a las piedras, de ahora en adelante los únicos vecinos cercanos que tendrán.

En el momento del descenso todo era miedo. Todo. Caer y caer, caer y caer, morir o morir. La vida se va sola y lentamente bajo un silbido lento, agudo. Mis gritos también son lentos, todo es lentitud con las nubes. Los alaridos son un coro angelical, aquellos que por las turbulencias vuelan de sus asientos en slow-motion, los instantes ay los instantes, yo quería ver el sol, solo veo árboles, más y más árboles, muriendo junto a los árboles, mi guitarra se muere guardada, tantos amigos tanta familia, y todo se va con mi cuerpo, esas ventanas ya rotas, nada responde y todo sube y todo baja. Se oyen los coros de ángeles, los órganos, en verdad todo es un circo, todo es un circo, todo un circo, y al final no importó la lluvia, no importó el cigarro, no importaron los pitos, no importó nada, el avión vuela a la tierra y punto, millones de caras que gritan, trompetas, y mis oídos son solo resonancia extraña, y me doy cuenta ahora que oigo la bomba que explota sobre la tierra.

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