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SOBRE EL TRISTE CAPITALISMO EN EL ARTE

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“Cada ciclo lo dice todo, cada vez más de prisa, pero a su manera y sin repeticiones. […] En el origen del ciclo grecorromano, el ídolo de madera es la diosa, antes de tomar, de alguna menera, un cuerpo propio, que pide ser contemplado por lo que es. De objeto ceremonial, la estatua pasa a ser ornamental. El talismán se hace obra. […] el significado se aligera, el significante se densifica. El referente divino, que era al principio un concepto sagrado y temible, toma poco a poco rostro humano. Paso del numen al lumen. […] Al principio se mira al dios a través de su efigie; después la efigie recuerda al dios y, acto seguido, hace que se le olvide; y, a la postre, el escultor se diviniza a sí mismo.
Presencia, representación, simulación. Los tres momentos que articulan la historia occidental de la mirada, a gran escala, parecen reencontrarse, a una escala más pequeña en cada ciclo artístico” Un ejemplo: la historia del retrato ritual en Roma: “‘En el primer período, hasta doscientos años antes de Jesucristo, el retrato de los antepasados tiene un significado mágico; en un segundo período, entre el año 200 a.C. y el año 20 de nuestra era, tiene un significado ético; después del año 20, se abre el período del esnobismo social’ [Annie N. Zadoks-Josephus Jitta, Retratística ancestral en Roma, Amsterdam, 1932, 41]” (Debray, Régis. Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994, 140).



Lo expuesto por Debray, sin duda, es una de las problemáticas que más nos toca a los artistas actuales. Desconozco el porcentaje real, pero creo que la cantidad de autores que buscan el divinizarse, conseguir un reconocimiento más ligado a la fama y dinero que a una retribución propia de los merecimientos de una obra con más alturas para conseguir así una vida plagada de lujos, vicios y fotos en páginas sociales, es tristemente excesiva. Día a día, cada vez nos alejamos más de una entrega sincera, de lo que pudo alguna vez buscar cualquiera de nuestros poetas más emblemáticos o de los artistas más significativos y humildes de toda la historia, para estar mucho más clavados a un universo donde la producción artística responde a necesidades económicas y capitalistas del sistema neoliberal que esclaviza al mundo de hoy.
El problema claro que no es nuevo, y es plenamente trágico. El nombre del autor ha pasado a ser más importante aun que la obra. Este hecho va además ligado a la fácil reproductibilidad que tienen las obras, desde hace ya décadas, lo que deriva en que las réplicas son ya de tal calidad, que entre tener una reproducción al original el límite ya es mínimo: ambas valdrán la pena para el humano de hoy. “Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de esta, pero en cualquier caso desprecian su aquí y ahora” (Benjamín, 22). De esta forma, se banaliza la creación original, los esfuerzos del autor pasan a un segundo plano cuando las reproducciones consiguen el mismo efecto, la gente adinerada comienza a sentir una necesidad de obtener obras de arte para adornar sus mansiones y así ser muy bien comentados por sus visitas que establecerán lazos políticos en almuerzos dominicales llenos de hipocresía y mascaras de pintura (tanto sobre rostros siúticos como sobre telas con oleos). Por lo mismo ya el autor pasa a estar consciente de aquello y busca renombrarse para ser reproducido una y otra vez y así conseguir más y más dinero que le brindará riquezas y noches de jolgorio junto a los otros que también se hacen llamar artistas pero realmente no son más que híbridos hijos del comercio superficial.
Estos autores son mercenarios tristes del dinero. La ignorancia de los que compran en la industria ya es tal, que ningún fin, ningún motivo con más altruismo tiene lugar para los que fundan sus creaciones artísticas en el venderle a los acaudalados de irreflexivos ojos y ternos caros. Pocos son los artistas que no se venden a la industria, que no se divinizan. La calamidad es tal, que al pasear por vitrinas de cuadros y pinturas en lugares del centro de Santiago, son pocos los rostros que cuestionan o son críticos frente a los alzados artistas que venden su obra por millones de pesos, siendo que el costo de su producción no habrá superado a los diez mil. El problema es inmenso y los que hacen batalla a él son pocos. Las convenciones de nuestra sociedad actual llegan a un punto de tal estupidez, que ya cuestionar o criticar aquella costumbre tan bien evaluada de que los cuadros de los pintorcillos valgan millones de pesos es motivo para ser “mal visto”, enjuiciado, apuntado con el dedo. Son convenciones tan tontas como que no se les de trabajo a las personas que usan pelo largo o barba, o que en los museos decir “Chita que lindo el cuadro” en vez de “Oh, me parece que la que presencio es una muestra muy interesante y llamativa, llena de profundidades e introspecciones… No está mal” sea una equivocación y motivo de burlas y humillaciones. Para mi tristeza, la quietud y el vacío en la mente del hombre de mi siglo derivan en que casi nadie, más que algunos hombres, poetas y artistas de bien, contados con los dedos de mi pie izquierdo, hagan frente a estas tradiciones tan sin sentido. El arte, casi en su entereza, se ha vuelto elite y snobismo. Por esto mismo es que Rosalind Krauss criticó a muchos artistas del neo-expresionismo por el sin sentido de su creación, hecha para páginas sociales y transacciones innecesarias, lanzando dardos para los sustentadores de las convenciones que han de caer, diciendo que incluso “la crítica moderna intenta reprimir y ha reprimido esta mitad negativa del conjunto de términos” (Krauss, 175), quienes tal vez lo hagan porque también son beneficiados en términos monetarios al seguir alimentando el motor de la catástrofe artística. Las relaciones y convenios económicos son algo tan viejo y continuo como el oficio de María Magdalena.
Por suerte quedan algunos que hacen el arte más alejados de aquel sucio detonante llamado plata, dinero o money. Estos no abundan, pero hay en todas las artes. Aunque sean muchos los preocupados por que su nombre sea lo que venda antes de que lo hagan sus creaciones, también están los que maravillan públicamente, e incluso lo hacen gratis por ahí. Cabe destacar la obra de los que pintan las murallas, ya sea en Santiago, Valparaíso, o en cualquier país de toda la tierra. También el canto de los que suben de micro en micro trayendo al oído de los viajeros aletargados los versos altos de Victor Jara, Violeta Parra o Mercedes Soza. No hay que olvidar a tanto poeta que ha regalado sus mil estrofas sin nunca hallar la retribución en sueldos fijos pero que han muerto haciendo su arte que desgraciadamente suele ser evaluado como merece tras su partida de nuestra tierra. Los mil actores que se han tomado calles y plazas y a los que hacen danzar sus cuerpos en todos lados con reflexiones sobre este mundo.
Gracias a que ellos me lo recuerdan, debo partir a cantar fuerte en la troncal que pasa por aquí. Lo bueno es que aun quedan artistas, aunque no les crean los de la elite.



(breve ensayo hecho para estética)

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